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Murió Jaime Torres

“Es duro, el Indio”. Juan Cruz, único hijo varón de Jaime Torres, daba su parte anímico e interno tras los agitados momentos que él y su familia estaban atravesando, durante la última internación de su padre. “Pero ya está mejor, jode, se la banca”, decía el pibe. Recién empezaba noviembre y Juan Cruz había tenido que dejar plantado el último Tantanakuy infantil en medio de la ceremonia, porque le habían avisado del inconveniente. “Tuve que salir volando, literal, y acá estoy. Con él”. Soledad, una de las tres hijas mujeres del charanguista, también estaba en tensión. Pero la sangre le corría más por el lado del sortilegio. “Nuestro problema, con mis hermanas, es que las tres estamos enamoradas de papá”, decía a este cronista, mientras amanecía la noche en el barrio de Abasto, y mostraba una foto de las tres (ella, más Claudia y Manuela) abrazando al pattern de clan. No pasaron dos meses de aquella secuencia, mezcla de esperanza, alma desnuda y dura empiria, para que Jaime dijera “ya está”. Y decidiera irse, porque seguro que lo decidió él, tozudo como era.

Fue hoy tempranito (ocho y cuarto de la mañana) a poco más de tres meses de haber llegado a los ochenta años. Le habían inducido un coma en la Clínica Favaloro, pero no importa tal causa puntual, sino más bien la estructural. Jaime se fue de haber vivido lindo. Muy lindo. Tanto como la belleza de ese sonido que le sacaba al charango cada vez que le daba por desenfundar. A la primera nota, para el noventa y nueve coma nueve por ciento de los mortales que la escuchaban, el mundo parecía transformarse en otra cosa. En un lugar que merecía ser disfrutado, viajado, asumido en una especie grito alteriano. En un ¡la puta que vale la pena estar vivo! que seguramente atravesaba el alma de cada quien, en las diferencias instancias en las que Jaime pelaba.

Fuesen aquellas íntimas, austeras, como las habituales tertulias en su casa de San Telmo, siempre con su mujer Elba como anfitriona, o durante alguna antesala de esos duetos que gustaba hacer con amigos (el Tata Cedrón, Santaolalla, Vitillo Abalos, Paco Ibáñez, Dj Zuker, los Divididos, Gerardo Gandini, etc, etc, etc). O en marcos más pomposos, como cuando le tocó transformar en punas y quebradas el Teatro Colón. O el Melbourne International Festival of Arts de Australia; la sala Octubre de Leningrado, el mítico concierto con Eduardo Falú en Londres, el Lincoln Center, el festival de Cosquín donde llevó a tocar a Paco De Lucía, o la Universidad de Maryland. Aunque tales marcos, claro, no le comieran la cabeza. “Yo tengo gran afinidad con los músicos populares. Me parecen vitales y simpáticos… como uno. En cambio, los músicos clásicos, sobre todo los de orquesta, son otra cosa. Ofrecen ciertas resistencias. No puedo escribir o tocar con gente que me resulta antipática. Siempre escribo para mis amigos, compongo pensando en la cara de ellos”, había dicho a Página 12 cuando comenzaba 2004.

Jaime era igual –damos fe— mate o vino de por medio y con amigos en su hogar, que durante un agasajo en cualquier usina musical “de prestigio”, o hablando con los changuitos y chinitas anónimos en las alturas quebradas de Humahuaca, allí donde Juan Cruz echó las raíces que hubiese querido él. Y allí donde cada año, con enorme esfuerzo, regalaba y se regalaba el hermoso Tantanakuy. Tampoco los prejuicios folkóricos le comían la cabeza. Pese a ser uno de los más notables exponentes de la historia de la música de raíz folklórica argentina, Jaime tenía un feeling absoluto con músicos de todos los palos, incluso del rock y sus derivados. Así lo hizo saber más de una vez. “Yo vengo de la música de culturas que tienen que ver íntimamente con los Andes. Muchas veces se habla de la monotonía rítmica de esa música… el rasguido de un arriero, el sonido de la quena. Pero ese ritmo, que parece aburrido, al final logra envolverte y ponerte en una situación inesperada. Al momento de componer, me pasan imágenes de mi padre bailando en pisos de tierra o de paisanos tocando. Quiero decir que esos grupos que integran el sonido del charango a su música intuyen esta historia. Ver chaschás o pezuñas en la banda de Eric Clapton es hermoso. Las músicas van y vienen, porque el viento no es ladrón de nada” 

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