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La crisis mundial sigue cumpliendo años

Como es sabido, la sobreventa de hipotecas y el otorgamiento indiscriminado y masivo de créditos hipotecarios (a la sombra de generosas desregulaciones estatales) creó una monstruosa cadena de negocios “derivados” del que durante casi una década se alimentó el hipertrofiado sistema financiero internacional, principalmente en EEUU y Europa. Cuando el desempleo, las bajas salariales o el incremento de las tasas de interés impidieron que millones de personas pagaran sus hipotecas, el sistema simplemente se derrumbó como un castillo de naipes.

Tras el estallido de la burbuja y las quiebras de algunos grandes bancos de inversión, los gobiernos de EEUU y de la Unión Europea decidieron acudir al rescate del sistema bancario con emisiones de dinero y compra de “activos tóxicos”, es decir los papeles desvalorizados que muchas entidades presentaban como su principal capital. Al mismo tiempo, los deudores hipotecarios eran desalojados de sus viviendas, y empleados de todos los rubros ligados a la construcción, a los bancos hipotecarios y a otros sectores relacionados fueron despedidos de sus trabajos.

Para los rescates bancarios, los garantes y los aportantes directos fueron en todos los casos los Estados nacionales. De tal manera, la quiebra financiera se convirtió en menos de dos años en quiebra estatal, y el endeudamiento de los países alcanzó niveles siderales. Para amortiguar la situación, todos ellos lanzaron planes de ajuste y austeridad que contribuyeron al achicamiento de sus economías, incrementaron el desempleo y la pobreza, y bajaron los salarios, además de los consabidos recortes en los presupuestos de salud y educación. Portugal, Irlanda, Grecia y España fueron puestos al borde de la quiebra. Al comenzar el siglo, los trabajadores de la categoría más baja eran llamados “mileuristas” (cobraban 1.000 euros). Hoy son conocidos como “cuatrocientoseuristas”, los que tienen trabajo.

En tanto, los bancos y el sector financiero, habiéndose librado de sus “activos tóxicos” mediante la venta a cargo de las cuentas estatales, orientaron los subsidios y rescates multimillonarios recibidos hacia otros negocios, principalmente materias primas. Así, causaron la “primavera” de la soja y de los alimentos, elevando fuertemente sus precios en el mercado mundial.

Pasaron cosas

Esto golpeó duramente a los países que dependen de la importación de alimentos, como los del centro y norte de África y los de Oriente Medio, donde la suba sostenida del costo de la comida llevó en 2011 a sublevaciones populares en Túnez, Libia, Egipto, Yemen, Bahrein, Siria y Jordania, entre otros. La respuesta de los gobiernos, de tipo autoritario, monárquico o directamente dictatorial, según el caso, fue extremadamente violenta. En los casos de Libia y Siria, la intervención externa, principalmente de los países de la OTAN encabezados por EEUU, llevaron a guerras crónicas que desmembraron esos países y aún continúan.

Estos conflictos, que venían a sumarse a los ya crónicos de Irak y Afganistán, y a otras “intervenciones de baja intensidad” de potencias europeas en el centro de África, produjeron la migración de millones de personas que desesperadamente atravesaban continentes y mares en el intento de hallar países seguros donde refugiarse y rehacer sus vidas.

Cientos de miles perdieron la vida en el camino, o en el mar Mediterráneo, pero aun así seguían llegando. Los países de la Unión Europea comenzaron a adoptar políticas y dispositivos para rechazarlos, primero, y para evitar que llegaran, después. Con ese propósito, fueron perfeccionando sus gobiernos en el recorte de libertades, la restricción de derechos y la xenofobia, hasta llevar al poder a personajes como Matteo Salvini en Italia, Viktor Orban en Hungría, Boris Johnson en Inglaterra, y multitud de movimientos filonazis que crecen en forma despareja pero entusiasta.

Nuevos malvados

En el medio, comenzó la efectiva disolución de la Unión Europea con el referendo por la salida del Reino Unido del bloque continental, y otro similar rechazó el acuerdo de paz firmado por el gobierno con las FARC en Colombia. Entre los movimientos políticos y los gobernantes más destacados en la proposición de las vías extremistas contra ciudadanos y países como solución a algunos de los acuciantes problemas provocados por la crisis sistémica, destacan Donald Trump en la primera potencia mundial, y Jair Bolsonaro en el mayor país de América Latina.

Trump llegó (un tanto sorpresivamente) al gobierno de EEUU con un eslogan que mezclaba lo optimista con lo reaccionario: “Make America Great Again” (“Hagamos a EEUU grande otra vez”), invocando presuntas glorias pasadas que su país debería recuperar. Su programa para ello es la promoción de las divisiones sociales y políticas internas, y el reajuste unilateral del orden mundial vigente.

Así, lo vemos proponiendo “soluciones” para el desempleo y la inseguridad mediante la expulsión de “mexicanos” (para Trump, cualquier latinoamericano lo es) y las amenazas a los gobiernos centroamericanos para que ellos contengan la migración a cualquier precio, mientras separa las familias y encarcela a los menores que logran llegar a territorio de EEUU. En lo internacional, el presidente intenta organizar la mudanza del centro económico global del Atlántico al Pacífico, de manera que su país mantenga la hegemonía (“great again”).

Para ello dedica los mayores esfuerzos a cercar directa o indirectamente a China, aunque deba enfrentarse con históricos aliados como las potencias europeas, o cambiar el estatus militar de otros, como Japón. Trump parece romper todas las continuidades, pero no los objetivos: de hecho, con sus particulares manejos y desmanejos, es quien más ha avanzado en la implementación de planes explicitados entre 2010 y 2015, cuando se firmó el Acuerdo Transpacífico de Cooperación Económica, entre EEUU y otros dieciséis países, que explícitamente dejaba afuera a China y trazaba los lineamientos de una tercera guerra mundial.

Fuente: Diario Norte.

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