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Con obras de León Ferrari y Marta Minujín, inauguró un museo de arte prohibido en Barcelona

Con obras que fueron censuradas o consideradas polémicas por motivos políticos, sociales o religiosos, como el icónico Cristo crucificado en un avión de la fuerza área del artista argentino León Ferrari o una escultura de Saddam Hussein atado, se acaba de inaugurar en la ciudad de Barcelona un Museo de Arte Prohibido que reúne 42 piezas surgidas de la colección de un periodista y empresario catalán que lleva cinco años atesorando arte incómodo o controversial.
Hace cinco años, el periodista y empresario catalán Tatxo Benet comenzó a coleccionar obras que el sistema del arte o la sociedad consideraron impropias: por controversiales, por violentas, por discriminadoras, obscenas, ofensivas, dañinas o escrupulosas. Así, el empresario fue haciéndose de un patrimonio que hoy lo conforman 200 piezas, de las cuales 42 se exhiben en el flamante museo.
Recientemente inaugurado, el Museo de Arte Prohibido reúne obras de esa colección y préstamos. Hay Goya, Klimt, Andy Warhol y Ai Weiwei -artistas cuyas producciones alguna vez han tenido un «pero» por las lecturas que evocaron- pero también piezas que captaron la atención del público y la prensa, como la estatua del dictador español Francisco Franco metido en un frigorífico, por la que su autor, Eugenio Merino, fue denunciado, o el Cristo sumergido en orina del artista estadounidense Andrés Serrano.
Las obras que se pueden ver cubren un amplio periodo de la historia del arte, desde el siglo XVIII hasta la actualidad, lo que revela que la censura al arte ha tenido ecos a lo largo de los siglos y no es un fenómeno contemporáneo.
Argentina también tiene representación en el museo catalán: de la mano del genial y provocador León Ferrari, la colección incluye una lámina de la primera carta al Papa (2008), una pieza de la serie «Ideas para infiernos» y la reeditada obra «La civilización occidental y cristiana», en la que Cristo se representa crucificado en un avión de la fuerza aérea estadounidense. Con esa pieza, Ferrari denunciaba en 1965 su conmoción por la guerra de Vietnam y su exhibición generó polémica entre sectores religiosos.
También Marta Minujín tiene lugar en este museo con la maqueta y el registro fílmico y fotográfico de «El Partenón de libros prohibidos», obra participativa de 1983 que realizó en los días previos al regreso de la democracia, un homenaje a la acrópolis de Grecia, recubierto por 20 mil libros que habían sido prohibidos durante la última dictadura cívico-militar. Este registro también se puede ver en simultáneo en otra ciudad de Europa, Milán, el próximo 21 de noviembre en el museo PAC (Padiglione d’Arte Contemporanea).
«Nosotros no coleccionamos ni mostramos en el museo obras escandalosas o polémicas, mostramos obras que hayan sido censuradas, agredidas, violentadas, prohibidas», explicó Benet en entrevista con la agencia AFP. Se trata, en palabras del artífice de este espacio, de obras «con historia».
Las obras que hacen ruido van más allá del ámbito de la academia y por eso mismo toman la atención de sectores que quizá no acceden a los espacios del arte, necesariamente: al nadar en el terreno de la acción simbólica, cualquier lectura es posible y la literalidad mucha veces gana, si no hay detrás un contexto, una guía. En ese sentido, desde el museo, apuntan en su manifiesto: «En este punto del siglo XXI, las censuras, prohibiciones y políticas de la cancelación están a la orden del día. Ante el contexto actual, la frase de Noam Chomsky que dice que ‘Si no creemos en la libertad de expresión de quienes no piensan como nosotros, no creemos en ella’, está absolutamente vigente».
Y continúa el texto: «La historia del arte está plagada de casos de censura. La sufrió Miguel Ángel mientras pintaba la Capilla Sixtina y, también, Francisco de Goya, del cual el Museu de l’Art Prohibit exhibe algunos grabados de la serie de los Caprichos». De ahí que el museo «nace con la voluntad de ser un espacio para la libertad creativa y un laboratorio para abordar los actos de censura en las artes», explica en su presentación.

 

El origen del museo

 

Tatxo Benet comenzó su colección en 2018 sin saber que derivaría en esto cuando compró la obra «Presos políticos en la España contemporánea», que horas después sería retirada de la feria madrileña de arte ARCO. La pieza, que actualmente se encuentra cedida a otro museo, presenta fotografías pixeladas de, entre otros, algunos líderes independentistas catalanes y eso generó una gran polémica.
Pero la obra que impulsó a Benet a construir la colección que deriva en esta muestra fue «Silence Rouge et Bleu» («Silencio Rojo y Azul») de la artista franco-argelina Zoulikha Bouabdellah: una sucesión de alfombras de oración decoradas con unos tacones de aguja nacarados que generó malestar en la comunidad musulmana francesa en 2015 y la artista decidió, finalmente, no exponerla.
«Cualquier artista que no pueda mostrar su obra porque alguien se lo impide es un artista que está censurado, y por tanto tendrá cabida siempre en este museo», sostuvo Benet.
También se exhibe un autorretrato de Chuck Close, quien recibió denuncias públicas de acoso sexual, por lo que la National Gallery of Art de Washington decidió cancelar la exposición que preveía inaugurar del artista en 2018.
«El hecho de tener obras tan diferentes juntas produce que los niveles de tolerancia del espectador se amplíen y el nivel de escándalo de la obra se rebaje», explicó el responsable del museo.
Otro de los artistas que integra la colección del Museo del Arte Prohibido es el mexicano Fabián Cháirez por su cuadro «La revolución», en donde retrata en clave queer al líder revolucionario Emiliano Zapata desnudo, con un sombrero rosa y sobre un caballo. La obra desató una inusual polémica en su país cuando se expuso en el Palacio de Bellas Artes de México.
El cuadro, adquirido más tarde por Benet, fue objeto de una protesta de organizaciones campesinas que consideraban que denigraba la imagen del símbolo de la revolución mexicana, incluso, también, la familia de Zapata expresó su desacuerdo.
Las obras que hacen ruido van más allá del ámbito de la academia y por eso mismo toman la atención de sectores que quizá no acceden a los espacios del arte, necesariamente: al nadar en el terreno de la acción simbólica, cualquier lectura es posible y la literalidad mucha veces gana, si no hay detrás un contexto, una guía.

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