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Clorpirifós, el pesticida del que nadie habla y es peor que el glifosato

No se conoce porque de eso no se habla. Pero está en el ambiente, en los alimentos que ingerimos y, por lo tanto, en nuestros cuerpos. Las consecuencias de la exposición son brutales: ataca el sistema nervioso provocando desde incoordinación motora hasta la muerte por asfixia. También puede causar retraso en la maduración embrionaria; deterioro del crecimiento y de la reproducción; cambios comportamentales y neurológicos; deformidades y mortalidad a largo plazo. Es considerado, además, un poderoso cancerígeno, porque genera daños a nivel del ADN. Se trata del clorpirifós, un insecticida que se aplica en dosis industriales en el campo argentino y que a través de distintos mecanismos de transporte y diseminación, llega a los sistemas de agua. “Es peor que el glifosato”, advierten los especialistas.

El clorpirifós es un plaguicida organofosforado de amplio espectro, que se aplica para el control de numerosas plagas –insectos y ácaros–, principalmente en cultivos de soja, maíz, trigo y girasol. Según datos oficiales, fue el insecticida más usado en 2017: sólo ese año se importaron más de 278 millones de kilos de plaguicidas por los que se pagaron algo más de 1611 millones de dólares. Pese a la disponibilidad de otros insecticidas más amigables con el ambiente, y de las prohibiciones que tiene en el mundo, el clorpirifós se impone sobre los demás desde su aprobación en 1962.

Según el Senasa, el clorpirifós es “altamente tóxico” para las abejas y “muy tóxico” para aves, peces y organismos acuáticos. Lo considera de clase II, es decir, un producto “moderadamente peligroso y nocivo”, aunque existen otras clasificaciones que lo señalan como altamente dañino. En 2009, el por entonces Ministerio de Salud dispuso su prohibición para uso doméstico, aunque lo habilitó en el ámbito rural. Es de venta libre.

“Para tener una estimación de la problemática a la que nos enfrentamos, y sólo considerando el total de hectáreas sembradas en la campaña 2017-2018 para la soja en la provincia de Buenos Aires, se habrían liberado al ambiente unos seis millones de litros. Se estima que una persona está expuesta a once litros de pesticidas por año. Falten estudios epidemiológicos, es cierto, pero todos nos damos cuenta de que hay demasiado cáncer en el país”, sostiene Melina Álvarez, doctora en Biología, exbecaria del Conicet y hoy investigadora en el área de Química Ambiental de la Universidad Nacional de Hurlingham.

Álvarez, junto a otros investigadores, realizó un análisis de riesgo para establecer un valor máximo permitido para las aplicaciones de clorpirifós, que proteja las especies acuáticas que viven expuestas a este contaminante.

El estudio, recientemente publicado en una revista extranjera especializada en Toxicología y Contaminación Ambiental, incluyó 193 muestras, tomadas de 24 lugares distintos de la Pampa Húmeda, y la comparación de los valores de concentración con 12 niveles guía (uno nacional y once internacionales). La conclusión fue que las frecuencias de aparición del clorpirifós nunca bajaron del 40% de las muestras y en algunos casos llegaron al 100 por ciento.

“Para tener una idea de su toxicidad –explica Álvarez–, consideremos que la Secretaría de Infraestructura y Política Hídrica (la ex Subsecretaría de Recursos Hídricos de la Nación) recomienda un valor máximo que ha sido superado en más del 60% de las veces en que se han monitoreado los niveles de este tóxico. Nosotros encontramos que inclusive este valor guía resulta insuficiente para proteger la fauna acuática que habita la región, ya que se afectaría un porcentaje inaceptable de especies. De estos resultados se deduce que existe un riesgo real para los ecosistemas acuáticos, y por eso sugerimos que el límite máximo admisible de clorpirifós debería establecerse en un valor diez veces más bajo que el actual, para asegurar la protección del 95% de las especies acuáticas”.

“Efectivamente, el clorpirifós esta categorizado como altamente peligroso por la OMS y la FAO. Aquí se usa muchísimo porque es un plaguicida barato. De hecho, a nivel doméstico está en hormiguicidas y en correas para perros. Desde 2015 se intenta incluirlo en el Convenio de Estocolmo, porque reviste las carácterísticas de contaminante persistente, pues tarda mucho tiempo en degradarse, se traslada grandes distancias y puede bioacumularse, pero todavía no se ha podido lograr”, explica Javier Souza Casadinho, ingeniero agrónomo y presidente de la Red de Acción en Plaguicidas de América Latina.

Aberraciones

En nuestro país, la Ley de Residuos Peligrosos N° 24.051 no presenta ningún valor de referencia para el clorpirifós, como así tampoco lo hace la normativa que creó la Autoridad de Cuenca Matanza Riachuelo (ACUMAR) en lo que se refiere a la calidad de agua apta para la protección de la biota acuática (en aguas dulces, salobres o saladas) ni para aquella “destinada a uso recreativo pasivo, con y sin contacto directo”.

“El clorpirifós genera distintas formas de deterioro de los cuerpos del agua y un caos total en el ecosistema. Sin embargo, en la Argentina el vacío respecto a normas que lo regulen es total”, resalta Álvarez.

De acuerdo al informe “El plato fumigado”, realizado por el colectivo Naturaleza de Derechos con datos del Senasa, entre 2011 y 2016 se detectaron residuos de clorpirifós (en total, en la Argentina son 118 los formulados de clorpirifós autorizados) en 33 alimentos, entre ellos, la acelga, el tomate, la lechuga, el apio y la rúcula.

Con respecto a su toxicología, el trabajo detalla que el clorpirifós provoca aberraciones cromosómicas, neuropatía retardada y otros efectos crónicos como desorientación, pérdida de memoria, irritabilidad, insomnio y depresión severa, entre otros.

“No puede ser que estemos comiendo constantemente residuos de agrotóxicos –concluye Álvarez–. Hay que cambiar la matriz productiva. Gastamos millones en tratamientos oncológicos porque los pools de siembra aplican lo que quieren sin control”.

Europa ya decidió prohibirlo

El uso de clorpirifós en la Unión Europea tiene los días contados. Según trascendió hace algunos días, la Comisión Europea ha informado que se va a prohibir su uso a partir de enero de 2020 por “los riesgos que implica para la salud humana, la fauna y el medioambiente”.

España se encuentra a la cabeza de los países que más utilizan este producto, mientras que otros ocho estados –Alemania, Irlanda, Finlandia, Suecia, Dinamarca, Eslovenia, Letonia y Lituania– ya lo tienen prohibido.

El clorpirifós, autorizado por primera vez en la Unión Europea en el año 2006, está entre los 15 pesticidas más presentes en los alimentos, y sus residuos se han detectado sobre todo en los cítricos, según un análisis publicado por la organización Pesticide Action Network, que los encontró en uno de cada cuatro pomelos y limones, así como en un tercio de las naranjas y mandarinas analizadas.

En España, por ejemplo, se detectó en una de cada cinco frutas, entre ellas, en el 40% de las naranjas y el 35% de las mandarinas analizadas.

La decisión de prohibirlo llegó después de que la Autoridad Europea de Seguridad Alimentaria (EFSA) confirmase a principios de agosto que “existía preocupación sobre el riesgo que entrañan estas sustancias”, por sus posibles efectos genotóxicos y neurológicos en el desarrollo de los niños.

Trump y Dow Chemical

Estados Unidos y el clorpirifós tienen una larga historia de idas y vueltas. Desde que Dow Chemical lo lanzó al mercado en 1965, el insecticida se extendió en campos de cultivos, canchas de golf y hasta en los hogares. Cuando al poco tiempo las investigaciones científicas señalaron los peligros ante su exposición, comenzó una serie de reclamos para restringir su uso. Finalmente, en el año 2000 se prohibió su uso dentro de viviendas por ser demasiado tóxico para los niños, pero se mantuvo su uso agrícola. De hecho, se calcula que es el insecticida favorito en más de 50 tipos de cultivos diferentes.

El último 9 de agosto, un tribunal de apelación federal dictaminó que la Agencia de Protección Medioambiental estadounidense (EPA, por sus siglas en inglés) debería prohibir el uso de clorpirifós en un lapso no mayor a los 60 días. Sin embargo, todavía no se pudo aplicar.

En California, en tanto, suspendieron sus suministros luego de que se lo vinculara a lesiones cerebrales en niños.

En 2016, con Barack Obama en la Casa Blanca, la EPA había decidido prohibir el clorpirifós en todo el país. Sin embargo, el primer director del organismo bajo la gestión de Donald Trump, Scott Pruitt, revocó la decisión.

Luego se supo que Dow Chemical, fabricante de clorpirifós, había donado un millón de dólares para la campaña de Trump.

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